domingo, 26 de agosto de 2012

«Autosocioanálisis institucional» (ejercicio final a pedido de un curso de maestría).


En modo alguno se trata de renegar de la cita per se. Más bien –y retomando una distinción que traza, sin entrar en ella, Martin Jay al inicio del capítulo 13 (“¿Citar a los grandes o prescindir de los nombres? Modos de legitimación en el campo de las humanidades”) de su Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural (Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 312-313)–, se trata de intentar separar cierto uso “costumbrista” de la cita por parte de los “cultores de las ciencias humanas” que tendría que ver ante todo con cierto “gaje del oficio” de pensar (citas como punto de arranque o punto de apoyo de un pensamiento; citas que invitaron a quien piensa, antes aún de la escritura, a unir dos pensamientos que hasta entonces parecían separados; citas, en definitiva, cargadas de afecto) de aquél al que recurrimos quienes, además de pensar, pensamos para escribir lo pensado y para exponer lo escrito en cualquiera de los espacios que componen la academia y ante la comunidad que circula en ellos. El problema no podría ser nunca citar o no citar ni aún que el citar implique convocar a nuestros antepasados; el problema es que haya un canon para la cita y unos autores canonizados a quienes sea menester –e incluso en algunos casos obligación– no sólo citar sino primeramente leer antes aún de cualquier pensamiento. En tanto todo canon cancela el componente afectivo de la relación del propio pensamiento con el pensamiento ancestral del que depende, toda cita canónica no puede más que redundar en mera “obediencia debida” y, por tanto, en memoria espuria y des-afectada que poco podría hacerse cargo de los tropos históricos que sostienen su pensamiento.

Buenos Aires
otoño de 2010

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