jueves, 23 de agosto de 2012

(Sin título). —Consideraciones sobre Nietzsche y la muerte del drama musical griego—.


HOMBRES ENTEROS; INSTANTES SUBLIMES DE IDEALIDAD

Una muchedumbre no son muchas personas juntas.

En términos de Deleuze, tal vez una muchedumbre disfrazada de sátiros y silenos errando por campos y bosques sea un agenciamiento; en términos de Spinoza, tal vez sea expresión de Dios, modificación de su potencia a través de la cual la/lo conocemos. Como sea, una muchedumbre nunca son muchas personas juntas.

La realidad del coro está ligada a la realidad de la muchedumbre trágica: es porque una muchedumbre trágica escucha lo que el coro (a su vez muchedumbre, necesariamente trágica) tiene para decir que ambos, oyentes y corifeos, pueden entregarse a manifestaciones lírico-patéticas. La posibilidad de la tragedia descansa precisamente en ese padecer mezclados, en esa com-pasión trágica que la música habilita – ¿Tal vez esa complicatio spinoziana que no es más que el estar co-implicados en la misma cosa y a la misma vez, respirar juntos?

Música y compasión trágica son equivalentes, valen lo mismo; por eso la muerte del drama musical antiguo puede explicarse por la atrofia del oído, por la atrofia del gusto y, de hecho, por la infección que hizo del saludable hábito de gozar como hombres enteros enfermo reaseguro detrás de unos cinco sentidos siempre acaudillados por una razón que se pretende “activa” e intenta con todas sus necesariamente débiles fuerzas no padecer ya nada: “…estamos, por así decirlo, rotos en pedazos por las artes absolutas, y ahora gozamos también como pedazos, unas veces como hombres-oídos, otras veces como hombres-ojos, y así sucesivamente (…), aún colocados ante ella [ante el drama musical antiguo como obra de arte total], nosotros nos dividiríamos en pedazos para asimilarla” (Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2005, pp. 208-210).

Entero no es individual, indivisible; como hombre entero sólo goza quien se irrita en ese padecer sensaciones mezcladas y sin nombre, quien no teme sino que, más aún, ansía, perderse a sí mismo para ser transformado mágicamente, aunque mas no sea en esos pequeños instantes sublimes de idealidad, en inmortalidad sin tiempo: “De aquí procede, en última instancia, el profundo estupor ante el espectáculo del drama: vacila el suelo, la creencia en la indisolubilidad y fijeza del individuo” (Ibíd., p. 213).

Buenos Aires
diciembre de 2006

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