viernes, 24 de agosto de 2012

Biopolíticas y cuidado de sí. Acerca de los territorios subjetivos.


Imaginemos que el ser un individuo conlleva el tener unos límites bien definidos, algo así como un ser territorio con fronteras más o menos seriamente resguardadas por algún tipo de prefectura (y no “más o menos” en el sentido de “media”, sino “más” o “menos” según el caso, según el individuo y según el tipo de fuerza armada que haya sido contratada para ejercer el violento trabajo de defenderlo). Imaginemos luego que hay quienes habitan su ser individuo bien en el centro del territorio que son, y quienes disfrutan el deambular o, mejor, el golpear los límites de su propiedad privada. Los primeros, podríamos decirlo así, no se enteran de la actividad de frontera. Nada saben de costos de aduana, tráfico o visas requeridas. Los segundos sólo viven de ese tipo de información.

Podríamos hacernos la siguiente falsa pregunta: ¿es alguno de estos individuos más individuo, más individual que el otro? Quiero decir, imaginando como venimos imaginando que en un caso el límite del ser individual está transitado continuamente y en el otro sólo es algo así como una leyenda urbana o un mito tradicional –dependiendo del tipo de terreno que se haya adquirido. El centro es siempre el mismo y de momento ninguno de nosotros sabría como vivir sin él (tener dos o tres o incluso cuatro centros no es distinto pensado de este modo: son centros de individualidad, poco importa que haya más de uno dentro del mismo territorio si lo que se intenta pensar es la relación del centro, no con otros centros, sino con el límite que es inherente a su irradiación). Sí existe, sin embargo, voluntad o falta de voluntad de viajar a la frontera. Sin voluntad de travesía no hay mucho que agregar por el momento: centro habitado bien definido gracias a unas fuerzas del orden bien pagas que hacen por tanto correctamente su trabajo y, si bien por supuesto no se ocupan –no podrían ocuparse– de evitar el tráfico masivo de todo tipo de sustancias ilegales, sí permiten la vida sin mayores sobresaltos. Ante la irrenunciable voluntad de transitar los límites de sí se abre un millón y medio de posibilidades, de medios de trasporte, de móviles que nos lleven hasta ahí. Cada droga (y cuando digo “droga” no me refiero a ninguno de los estupefacientes de variada circulación ilegal ni a ninguno de los estimulantes de curso legal existentes –al menos no exclusivamente– sino a lo que sea que a cada uno logre ensimismarlo) es uno de esos medios de transporte. Cada droga con cada dosis y cada mezcla específica de sustancias y cada compañía es uno de esos móviles que, al menos potencialmente, pueden permitirnos recorrernos. El cuidado de sí es la ciencia –o tal vez mejor, la alquimia– de las proporciones adecuadas, de las cantidades precisas. Y tal vez por eso mismo Foucault no esté nada errado en decir que la espiritualidad, como modo de subjetivación adyacente al saber que, al mismo tiempo, lo habilitaría (el sujeto, ya lo dijimos, no tiene acceso a la verdad ni de hecho ni de derecho salvo mediación de una transformación de sí mismo), no tuvo en el inicio mella alguna con la ciencia, que era alquimia, sino con la teología.

Buenos Aires
primavera de 2008

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